miércoles, 4 de enero de 2012

El alcohol daña seriamente la salud física y mental

La batalla de Karánsebes,

Tenía la intención de iniciar una serie de artículos de Historia para contar brevemente una línea de continuidad que va desde Gengis Kan hasta la Primera Guerra Mundial (y terminar allí solo para no llegar hasta nuestros días).

En esas lecturas andaba cuando di con la Batalla de Karansebes y no pude resistir publicar algo sobre ella.

 

Bueno, viajemos un poco en el tiempo y retrocedamos unos cientos de años, hasta el 1788, cuando los rusos y los turcos se trenzaban una vez mas a los roscazos. Digo una vez más porque esta era la sexta vez y no sería la última. En esta versión 1788 de la guerra ruso-turca  un ejército austríaco compuesto por 100.000 hombres marchaba para enfrentarse a los turcos.  Cabría aclarar que no siempre los ejércitos estaban formados por soldados del mismo país, y este no era el caso de un ejercito con una sola nacionalidad. Bien, este ejército se dirige a la ciudad de Karánsebes, en lo que hoy es Rumania.

Los primeros en llegar al lugar son un grupo de húsares en tareas de reconocimiento, quienes no encuentran al enemigo pero por fortuna para ellos (o al menos así lo parecía en un principio) sí a unos zíngaros (atención que no lo escribí con "S") que amablemente les ofrecen unos barriles de aguardiente a un precio muy accesible. En todo caso, me imagino la escena vista desde el ángulo de los gitanos, que ven a un grupo de hombres armados en el medio de un sector desolado, ¿qué otra cosa les quedaba que vender a precio de regalo los barriles?. Los soldados aceptan el precio y, relajados, deciden dar por finalizada las tareas de reconocimiento en ese preciso momento e in situ y comienzan a catar los barriles recién adquiridos.


Los segundos en llegar son unas compañías de infantería que al ver a los húsares tan dedicados a la tarea les piden que les inviten algunas copas, pero éstos, que además de haber alcanzado ya la fase de entonación de cantos a boca sin cuello y demostración de bailes regionales, debían ser unos tacaños dignos de figurar en algún libro de record, porque pese a que tenían barriles de la codiciada bebida, se niegan de lleno. Y no sólo que se niegan con insistencia y nada los sacaba de sus cuarenta, sino que además por si los infantes se ponían muy insistentes, deciden levantar unas barricadas y se sitúan con sus barriles detrás de ellas dispuestos a defenderlos a como de lugar.

Empiezan los reproches: "que eres un agarrao", "que eres un cabezón", "que trae pa'ca aquello", "que no"... el caso es que, sin saber cómo ni quien, suena un disparo. El zafarrancho está listo para ser servido en la mesa.

Los infantes cargan contra los húsares que, parapetados, se resisten a entregar su tesoro. Allí comienzan a sonar más disparos, y comienzan a caer los primeros muertos (esto, hasta aquí ya es increíble, mucho mas si se tiene en cuenta que todos eran del mismo lado). Los húsares mantienen su posición firmes hasta que a un infante (de mente preclara, un iluminado podríamos decir) se le ocurre gritar: ¡Turken, turken! -", o sea, ¡los turcos, los turcos"! que eran los verdaderos enemigos. Y el ardid dio resultado, pues los húsares, que ya se encontraban bastante perjudicados por el alcohol y sin ganas, por tanto, de combatir contra el enemigo real, salieron huyendo a lomo de sus caballerías como alma que lleva el diablo.

 

Pero el lumbreras que dio los gritos no tuvo en cuenta un pequeño detalle: que en sus propias filas también podía cundir el pánico, ya que lógicamente los gritos no parecían falsos. Y así fue. Cada cual comenzó a correr en desbandada hacia donde mejor creía, y aunque los oficiales vociferaban Halt Stehen bleiben! -"¡Alto, quédense donde están!"-, nadie les hizo mucho caso, y esto es posiblemente porque la gran mayoría de los soldados eran italianos, serbios, croatas, húngaros o rumanos y apenas sabían dos o tres palabras en alemán, a diferencia de los oficiales que era la única lengua que hablaban. Para colmo de males, y con el fin de ser entendidos, los oficiales comenzaron a gritar Halt! Halt! -"¡alto, alto!"-, pero así como el que gritó "turcos, turcos!" no tenía muchas luces, esta voz de mando no fue muy buena idea de la parte de los oficiales, y el remedio fue peor que la enfermedad. ¿Por qué? ¿Qué entendió la soldadesca?  Entendió, ¡Alá, Alá!, y ahí sí que salieron todos despavoridos, pues ese era el grito con el que los otomanos comenzaban a combatir.

Esto no es todo, porque coincide que, mientras húsares e infantería se dedicaban a huir en desbandada, llegan nuevas tropas al lugar del caos. A no mucha distancia, un oficial de caballería, al ver la polvareda levantada por unos y otros, muy astutamente piensa: "Hmmm... estos deben ser los turcos, va a ser cuestión de hacer una carga". Y este oficial decide sumarse a la fiesta, y siguiendo con su lógica: carga.

Por otro lado, otro oficial, en este caso de artillería, observa la carga de la caballería, y también muy astutamente, piensa: "Hmmm... estos deben ser los turcos, va a ser cuestión de pegarles unos cañonazos". Y decide que la fiesta sea para todos y les pega unos cuantos cañonazos.

Aterrorizados por completo, los soldados hacían fuego contra todo aquello que se les acercaba, cuando en realidad todo lo que se le acercaba era de su mismo ejercito. Para cuando los generales austríacos pudieron hacerse con el control de la situación, ya era demasiado tarde, gran parte de las tropas se habían aniquilado entre ellas y los que quedaban en pie se encontraban confundidos y conmocionados.

Dos días más tarde arribaron a Karánsebes los otomanos, quienes, como se imaginaran no encontraron ninguna resistencia. Cerca de 10.000 hombres habían muerto o se encontraban gravemente heridos.

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